No cabe ninguna duda que nos encontramos ad portas de dejar atrás un año sorprendente. Negarlo constituiría una inconsecuencia, entrar en el terreno de ese “negacionismo” tan vapuleado en razón de su nefasto significado para la libertad de expresión, generando polémicas y desconcierto por doquier, pese a que muchos no consiguen todavía comprender lo que involucra y mucho menos su proyección.
Hemos amarrado el león de la pandemia pero todavía nos puede morder si nos descuidamos y se nos escapa de las manos, obligándonos a permanecer en alerta constante protegiéndonos con aquellos escudos biológicos que llamamos vacunas. No constituye desde luego el único león suelto que merodea entre nosotros y que lamentablemente no hemos conseguido encerrar y mantener a raya. Enfrentamos otro virus tanto o más peligroso que el coronavirus y que ha conseguido insertarse profundamente entre nosotros causando graves trastornos sociales. Como ya lo habrán adivinado se trata del virus de la violencia que adquiere una y mil facetas que equivalen en el fondo a las mutaciones que experimentan en su momento la mayoría de los virus, lo que les permite camuflarse y atacar a mansalva a cualquiera que se encuentre desprevenido y haya sido elegido como víctima propiciatoria.
La similitud entre el virus de la violencia y el virus de la delincuencia no es una casualidad si consideramos que el uno se vale del otro en su cometido, asociación habitual de la que todos hemos sido testigos y que muchos han experimentado en carne propia las consecuencias, adoptando actitudes cada vez más inesperadas y sorprendentes en su violento accionar.
En el transcurso de este año no nos han sorprendido solamente los conflictos políticos y el inesperado resultado de la elección presidencial, las parlamentarias y las de gobernadores y consejeros regionales, sino sobre todo la reacción de los ciudadanos ante el fenómeno de la violencia. Es como si la ciudadanía se mantuviera bajo un permanente efecto hipnótico, limitándose exclusivamente a lamentar los hechos de violencia, reaccionando con una actitud pasiva y resignada dentro de su natural sentimiento de frustración. Incluso no han faltado quienes se limitan a mirar para otro lado con total indiferencia, sobre todo cuando no son los afectados o la situación es favorable a sus intereses, y hasta se permiten comentarios irónicos al respecto.
Actitud que a primera vista resulta inexplicable, extremadamente difícil de asumir con racionalidad. Da la impresión que predomina entre los ciudadanos la emocionalidad sobre la razón, actitud a la que contribuyen en forma decisiva los medios de comunicación que suelen alimentarse de lo micro, es decir de lo anecdótico que circula en las redes sociales. Sorprendente fenómeno que nos demuestra que lo macro se alimenta de lo micro en lugar de ser al revés: que lo macro se difunda libremente por las redes sociales aportando su cuota de racionalidad.
Todos sabemos que la violencia y la delincuencia conforman una hidra de mil cabezas y ya sabemos lo que ocurre cuando se consigue cortar una y que los ciudadanos se han acostumbrado a un sistema comunicaciones en que no cabe la reflexión dado que requiere detenerse y dedicarle un mínimo de tiempo que no están dispuestos a conceder. Vivimos en consecuencia inmersos bajo la tiranía del chat y el twitter que nos succiona el cerebro a toda hora y circunstancia. Menos vamos a dedicar tiempo a reflexionar sobre la violencia y la manera de contrarrestarla aunque sea en alguna medida a través de la colaboración de todos los ciudadanos.
Mientras no aflore una reacción masiva que se le oponga, vanas van a continuar siendo las demandas judiciales de las autoridades que hasta ahora han contribuido solamente a construir una enorme de Torre de Babel de demandas, con exiguos resultados. Al menos podríamos iniciar una campaña a nivel nacional solicitando la colaboración ciudadana para contrarrestarla. Si bien las manifestaciones públicas son aceptadas como una expresión democrática, al menos debería recomendarse a sus participantes que respeten ciertas reglas. Entre ellas, que sean prudentes y participen en forma ordenada y pacífica, que no porten objetos que puedan sugerir una intención de agredir a otros, que no se expongan innecesariamente, que se retiren de inmediato si observan desórdenes mayores a su alrededor, que se alejen de las barricadas y que por su propia seguridad no interfieran el accionar de las fuerzas de orden y seguridad. Con el cumplimiento de estas simples indicaciones se evitarían muchas desgracias personales. ¿Será hoy ingenuo sugerirlo?…
Dr. Gonzalo Petit
Médico