En el mundo existe desde hace siglos determinadas corrientes, sean de inspiración religiosa o filosófica, en busca de un establecer un derecho a la verdad y la primera pregunta inevitable con que se enfrentan es: ¿Qué es la verdad?. La misma pregunta que Poncio Pilato le hizo a Jesús de pie ante su presencia en momentos previos a su condena y posterior crucifixión. Y Jesús le respondió lo mismo que había predicado en su Evangelio: “Yo soy la Verdad y la Vida”, expresando con ello que la verdad es un absoluto. Es decir que se trata de un atributo que sólo puede ser determinada por Dios.
Para nosotros en cambio pueden existir una infinita cantidad de verdades de acuerdo a nuestros pensamientos, intereses y preocupaciones, de modo que lo que puede consistir una verdad para unos no lo es para otros: depende del cristal y el contexto con que se le mire, sumergidos en una incertidumbre constante, inmersos en preguntas tan acuciantes como: ¿Será que Dios existe?…¿Es realmente la Biblia un libro confiable?…¿Adónde vamos después de morir?.
No cabe duda que la falta de certezas en relación a estas preguntas básicas constituye una espina clavada en el corazón del hombre desde el momento de la Creación. Es justamente lo que nos obliga a reconocer hidalgamente que ningún hombre sobre la tierra puede afirmar con certeza que es dueño de la verdad absoluta, lo que nos conduce a la paradoja que ello refleja a su vez una verdad insoslayable.
Sólo una actitud de arrogancia y soberbia sin límites puede a conducir a un hombre a asignarse a sí mimo la autoridad para afirmar que es dueño de la verdad absoluta. Es el sentido común el que nos proporciona la luz necesaria para darnos cuenta que se trata de un imposible. De un extravío de la razón más elemental y que lo más deseable es inclinarnos por un diálogo que nos conduzca a encontrarnos en un punto de equilibrio, luego de que cada cual pueda exponer sus argumentos en forma empática y respetuosa.
Es la única manera de que los hombres puedan acceder a acuerdos fecundos dejando atrás disputas inútiles que nos alejan unos de otros hasta terminar mirándonos muchas veces no solamente como oponentes o adversarios, sino definitivamente como enemigos a quienes es necesario destruir en busca de que prevalezca una determinad verdad.
Para ello, y aunque nos cause dolor, es necesario reconocer los errores cometidos y pedir perdón sobre todo cuando estamos conscientes que hemos causado daño irreparable a otros. Reconocer verdades que nos duelen constituye la mejor manera de expresar nuestro arrepentimiento y disposición a enmendar el rumbo.
Lamentablemente esto no sucede con frecuencia entre nosotros. Nos ponemos vendas en nuestros ojos y tapones en nuestros oídos, e insistimos una y otra vez en forma intransigente en pregonar nuestra propia “verdad”, que no es tal sino una manera individual de percibir la realidad que se contrapone inevitablemente con la de los muchos otros que no la aceptan, sembrando así la discordia a cada paso.
Situaciones y vivencias de este tipo las observamos diariamente no solamente en nuestro país sino en todo el mundo, donde vemos emerger con demasiada frecuencia una andanada de adalides de una verdad absoluta que no la reconocen como una prerrogativa divina, en otras palabras exclusiva de Dios.
Es doloroso constatar que este tipo de actitudes se ha esparcido como un reguero de pólvora incluso en nuestro propio país, donde la semilla de la discordia se siembra cada día aumentando cada vez más quienes se dedican a cultivarla en busca de frutos que no reflejan sino su ambición y egoísmo exacerbados, en especial en periodos pre-electorales.
Con dolor vemos como van recorriendo desaprensivamente un camino minado; minas que han puesto no solamente quienes constituyen su contraparte sino ellos mismos, dejando una secuela de heridos en el camino incluidos ellos mismos.
Tal parece que el espíritu del mal se ha idos apoderando progresivamente del mundo, cubriendo con un manto de incredulidad todo lo bueno que hemos construido y disfrutado, opacándolo y ninguneándolo, cubriéndolo con el manto de lo indeseable.
Actitud auto destructiva que no nos permite esperar nada bueno y positivo en el horizonte, sea en un corto, mediano o largo plazo. A estas alturas sólo nos queda confiar en Dios.
